Benedicto XVI. El papa renuncia: el principio del fin
Reflexiones de don Paolo Farinella extraídas del blog paolofarinella.wordpress, 23 de febrero de 2013
Prólogo. Muchos amigos y amigas me han inundado con correos electrónicos y mensajes para preguntarme qué pienso de la renuncia del papa. Ya que estoy preparando un libro para la editorial Il Saggiatore en el que pedía la renuncia de este papa por un fracaso evidente, he tenido que replantearme cómo y qué hacer con el trabajo hecho hasta ahora.
He pensado en añadir un capítulo y ponerlo como encabezamiento de todo el libro. Con la noticia de la agencia ANSA, mi primera reacción fue pensar: un papa me ha colado un gol.
¡Es el fin! Ya no publico el libro. Más tarde, tras una reflexión más detenida, he comprendido que la renuncia hacía mi libro aun más necesario y lo que es más, le daba fundamento y argumento.
Sin ella, el libro podía parecer el desahogo de un cura “enfadado” (si bien no lo estaba). Ahora, con la renuncia, los hechos y las razones que expongo están confirmados por la obviedad de que hasta el papa “está harto” y pone fin a las luchas internas, las traiciones, los juegos de poder y rompe el juguete en las manos sacrílegas de los cardenales y curiales, corruptos y sin Dios.
Por consiguiente, para complacer a todos, publico este nuevo capítulo recién terminado, invitándoos a que, para el resto, esperéis la salida del libro a primeros de mayo. A la luz de los hechos, también mi anterior novela Habemus papam causa una explosión profética insólita, pues el momento de Francisco I se acerca cada vez más ya que es ineludible.
Ahora vuelvo a la revisión del libro, no responderé a nadie porque debo entregarlo antes del 20 de febrero. Podéis hacer el uso que queráis de lo que publique.
El papa renuncia: por fin una buena noticia
Comencé a escribir este libro el día lunes 13 de agosto de 2012, a las 16:57. En el mismo, pido la renuncia del papa Benedicto XVI al menos dos veces por el claro fracaso de un pontificado nacido del miedo a la modernidad y también por la prueba, bastante evidente, de no estar en condiciones de dirigir la curia romana, con su vórtice de intriga, corrupción, escándalos e inmoralidad.
Siento mucho respeto por el hombre y su sufrida decisión, que demuestra moralidad, separación de las maquinaciones y una profunda espiritualidad a la que el poder como lascivia del ego le ha sido extirpado.
Sin embargo, todavía queda un juicio muy grave sobre la gestión de su ministerio, incapaz de “discernimiento” alguno como han demostrado algunas elecciones de colaboradores inapropiados y peligrosos como el secretario de Estado, el cardenal Tarcisio Bertone, y la impulsiva acogida sin reservas del movimiento cismático de los seguidores del arzobispo Marcel Lefebvre.
Cuando terminé de escribirlo, me disponía a repasar el texto para limarlo y ajustarlo y, el lunes 11 de febrero de 2013 cuando iba por la página 77, poco antes del medio día, leí en la página web de la agencia ANSA la chocante noticia, casi en directo, de que Benedicto XVI comunicaba a los cardenales, en el consistorio que se estaba desarrollando, su renuncia al cargo papal.
El cardenal Angelo Sodano, decano del Colegio Cardenalicio, presente, tomando la palabra inmediatamente después del papa, habló de un “rayo caído del cielo”, a pesar de que contaba con la información desde el sábado anterior, ya que leyó su asombro en unas notas que tenía en las manos.
El papa había reunido el consistorio público de cardenales para realizar tres canonizaciones, entre ellas la de los beatos mártires de Otranto, asesinados el 14 de agosto de 1480 por los turcos porque no quisieron renunciar a su fe y convertirse al islam.
Una vez finalizó el consistorio público, el papa prosiguió con un consistorio secreto, reservado solo a los cardenales, unos cincuenta, a los cuales comunicó en latín su firme y libre decisión de renunciar. El papa dijo: “he llegado a la certeza de que, por la edad avanzada (ingravescente aetate), ya no tengo fuerzas para ejercer adecuadamente el ministerio pietrino”, estableciendo así la fecha de inicio de la “sede vacante” a las 20:00 del 28 de febrero de 2013.
La motivación que el papa mismo dio al mundo fue dramática y lúcidamente consciente pero entre líneas se entrevé un sentimiento de minusvalía. “En el mundo de hoy, sujeto a rápidas transformaciones y sacudido por cuestiones de gran relieve para la vida de la fe, para gobernar la barca de san Pedro y anunciar el Evangelio, es necesario vigor tanto del cuerpo como del espíritu, vigor que, en los últimos meses, ha disminuido en mí de tal forma que he de reconocer mi incapacidad para ejercer bien el ministerio que me fue encomendado”. (L’Osservatore Romano CLIII n. 35 [2013] del 11/12-02, p. 1).
El papa usa un lenguaje directo y sin mediación, nuevo en ciertos aspectos y también franco: –En el mundo de hoy… rápidas transformaciones… cuestiones de gran relieve… gobernar… vigor… cuerpo… espíritu… incapacidad–.
Con una letanía de palabras inusuales en la curia romana, admite urbi et orbi, en latín, lengua oficial del Vaticano, su inadecuación para el ejercicio ministerial, tal como se ha venido ejerciendo hasta hoy. No es un mero reconocimiento de debilidad física, que existe, sino especialmente la admisión solemne y oficial y lo que es más, el augurio de que el papado debe cambiar.
El gobierno de la Iglesia, en la complejidad del mundo de hoy en día, ya no se puede ejercer de forma monárquica, con estilo centralizador, signo de un mundo finito y concluso. El papa no puede seguir siendo rey. Desde este momento, comienza una nouvelle théologie sobre la naturaleza del papado y su ejercicio en la historia.
No podemos hacer otra cosa que estar agradecidos a Benedicto XVI, el papa Ratzinger, de haber escrito con su renuncia su “encíclica” más importante; aquella por la que será recordado en la historia de la Iglesia.
Cuando este libro haya salido (finales de abril de 2013), la Iglesia Católica tendrá un nuevo papa además de un papa emérito, creándose así una situación especial pero no única en los dos milenios de historia eclesiástica, pues otros papas y antipapas han convivido ya en épocas lejanas. El papa Ponciano renunció al cargo el 28 de septiembre del año 235 porque fue enviado a hacer trabajos forzados en Cerdeña. Estando prisionero, le sucedió el papa Antero el 21 de noviembre del mismo año. El frívolo Benedicto IX, expulsado y readmitido de manera repetida entre el 1032 y el 1044, convivió con Silvestre III, Gregorio VI y Clemente II.
Al principio del siglo XV, los papas Gregorio XII y Benedicto XIII fueron expulsados del Concilio de Pisa en 1409 por su carácter cismático. El antipapa Juan XXIII (cuyo nombre retomó sin miedo Angelo Giuseppe Roccalli en 1958) convivió con Urbano VI y Martín V, este último elegido por el Concilio de Costanza. Eugenio IV, excomulgado y destituido, a quien se contrapuso Félix V, abdicó en favor de Nicolás V en 1447.
Se puede decir que en la historia con este vals de papas y antipapas, dobles papas y triples papas, no se tiene certeza de la linealidad de la sucesión petrina. Entre todos los papas que renunciaron o fueron destituidos, es sorprendente observar que el nombre Benedicto es más recurrente que cualquier otro. El 11 de febrero de 2013 llegó otro Benedicto, número XVI, que no ha sido obligado por fuerzas externas directas sino que tomó la decisión ponderándola en su conciencia y solo cuanto esta fue madura en él, la comunicó según las reglas del Código de Derecho Canónico que dice: “Si el Romano Pontífice renunciase a su oficio, se requiere para la validez que la renuncia sea libre y se manifieste formalmente, pero no que sea aceptada por nadie (can. 332 § 2).
El gesto de Benedicto XVI, superado el estupor que era de esperar, abrió –y todavía deja abiertas– muchas conjeturas, dando una nueva fuerza de veracidad a las páginas que siguen. Este gesto es la prueba de que los hechos y las opiniones que aporto, a menudo muy duros, no tienen su fundamento solo sobre la realidad sino que cruzan el horizonte de las hipótesis y se colocan sobre el lado de lo dramático que presencia impotente la renuncia papal. Si el papa mismo, motu proprio, ha renunciado porque ya no consigue desempeñar su papel, significa que el nivel de deterioro era tal que solo un fuerte gesto, “un milagro”, podía ponerle remedio.
Por vez primera, el gesto de la renuncia, nada usual en el mundo clerical donde todo se mide en lo perenne y eterno, ha introducido en los edificios sacros una semilla de cultura y costumbre de “laicismo”. Esto ha destruido ─”como un rayo caído del cielo”─ la figura del papa, privándola sin previo aviso del aura de santidad que desde hace siglos, como un sarcófago momificado, la custodiaba y preservaba de la contaminación con el mundo.
Como por arte de magia, después de la renuncia del papa, la persona y la función del papa se han devuelto a la dimensión de la humanidad ordinaria, allí donde, hombres y mujeres están en su lugar hasta que las fuerzas espirituales y físicas lo permitan.
Así era en los albores de la aventura cristiana, así será mañana, pasando obligatoriamente a través de la renuncia del papa Ratzinger, hombre de cultura alemana que no ha asimilado para nada el estilo italiano donde nadie renuncia jamás ni siquiera al morir. Por primera vez, el papa en persona ha dicho, como despertándose de un sueño alienante, que no es un “dios”, o peor, un ídolo, sino que es solo un hombre y también con limitaciones, que tiene que hacer frente a las categorías de la posibilidad e imposibilidad. Es la fenomenología que toma posesión de las verdades universales católicas. En el mundo y en la teología católica ha caído un mito definitivamente. O más bien, ha comenzado a caer.
Si al final de este libro podía tener alguna duda sobre la dureza de mis opiniones, tras el gesto del papa toda duda se ha volatilizado porque la exigencia de una gran reforma, no superficial en la Iglesia, es siempre más evidente y necesaria, especialmente “desde la cabeza”, es decir, en la estructura jerárquica, que es el escándalo mayor dentro del corazón de la Iglesia. Juan Pablo II (véase más adelante) se había dispuesto a discutir sobre el ejercicio del ministerio petrino en la historia. Su sucesor, Benedicto XVI, ha puesto la primera piedra formal de reforma en esa dirección.
El papado que tras el concilio Vaticano I se transformó en “la” Iglesia, usurpando una identidad indebida, ya se puede reformar. El papado no puede continuar siendo lo mismo y el poder temporal, formalmente acabado el 20 de septiembre de 1870, de hecho, ha comenzado a acabar definitivamente el 11 de febrero de 2013, memoria litúrgica de la virgen de Lurdes y, para Italia, aniversario de los pactos lateranenses. Estos, en 1929 formalizaron la coexistencia del pastor y del jefe de Estado en la persona del papa: del papa-rey al papa-dios.
La historia es una gran maestra en la vida, precisamente porque no enseña nada, aunque es verdad que algunos quieren, como está en su derecho, llevar hasta el final sus errores porque solo errando discitur. Sin embargo esta se venga creando ocasionalmente motivos y circunstancias simbólicas que valen más que un tratado científico.
El mismo día que el papa era reconocido como jefe del Vaticano (1929), otro papa declaraba al mundo entero que ya no era ni el jefe del Estado ni obispo de Roma porque ya no podía (2013). Una golondrina no hace la primavera y los cardenales, esto es, la curia, se resisten a morir. Ellos nunca llegarán a tomar decisiones por propia elección sino que siempre están condenados a conformarse, siempre con riguroso retraso, con aquellas que le imponen la historia o las conveniencias.
Ha sido increíble leer el discurso del papa, quizá el más corto de su vida, y descubrir que no hay divagaciones ni pensamientos sublimes y, aún menos, posturas espiritualistas. Por el contrario, es un discurso plano, simple, laico en espíritu y terminología. Cualquier presidente de cualquier sociedad habría podido pronunciar esas palabras, mutatis mutandis, si se escucharan descontextualizadas.
Desde aquel momento, el papa dejaba de ser vicario de Jesucristo para siempre, título tremendamente controvertido en la historia de la teología para quedar solo como sucesor de Pedro en un “servicio” temporal, caminando con el tiempo, para poder, eventualmente, llegar a tiempo. Benedicto XVI lo ha dicho de forma franca: “En el mundo de hoy, sujeto a rápidas transformaciones”.
Con estas palabras, ha confesado su límite, cediendo a la dictadura de la fragilidad, no solo física, sino también conceptual; él, como hombre de cultura y estudio, ya no estaba en condiciones de regir las necesidades de “hoy” y si no se hubiera retirado a tiempo, habría corrido el riesgo de faltar a su deber con el Señor, que en la sinagoga de Nazaret, al comienzo de su “servicio”, había dicho con firmeza y previsión: “Hoy se cumple esta Escritura que acabáis de oír”.
Hoy, no ayer, ni mañana, ni un tiempo que se refugia en la eternidad porque teme al desarrollo de la vida, sino única y exclusivamente “hoy”. Dios y el Evangelio son “hoy”. Es el hoy de Dios.
Benedicto XVI, ya papa-no-papa, con franqueza y, me atrevería a decir, iluminado por el Espíritu, cediendo a la violencia de la razón, no ha faltado al “hoy” de Dios. De esto la historia dará testimonio y mérito y será recordado principalmente como el primer papa que renuncia libremente.
Como en una liturgia imaginaria pero real, en sus palabras que son piedra, ha dejado los sacros paramentos que defienden de la mundanidad exterior, ha afirmado que “el velo del templo se rasgó en dos, de arriba a abajo” y ha dejado “el Santo Trono” que más prosaicamente se ha transformado en una “silla presidencial”, ocupada por un papa electo durante el tiempo necesario para la “misión confiada”. Finalizada la tarea, deja la silla para volver a rezar y, si ocurre, convivir con el sufrimiento que la vida y la vejez portan consigo. Cristo no ha dejado “su” Iglesia a nadie, ni siquiera al papa, porque se ha asegurado de estar “aquí, con nosotros todos los días, hasta el fin del mundo” (Mt 28:20).
Él llama a cuantos están dispuestos a colaborar para que cada uno desarrolle una sola de las “muchas moradas que hay en la casa de mi Padre” (Jn 14:2). También el papa. Especialmente el papa, que debe dar ejemplo de no ser un instrumento ni manipular el poder.
En el breve discurso del papa a los cardenales, hay un inciso temporal que muestra, en mi opinión, un rayo de luz sobre el resto de las motivaciones que han llevado al papa a renunciar además de la salud. Él habla de “vigor que, en los últimos meses, ha disminuido en mí de tal forma que he de reconocer mi incapacidad para ejercer bien el ministerio que me fue encomendado”. Esas palabras, casi de pasada “en los últimos meses”, son una ventana trascendental. El papa podía omitirlas sin cambiar el sentido de su discurso; “¿por qué justo los últimos meses?”
Quizás porque son los meses cruciales, en los que se puso de manifiesto ante el mundo que Satanás tomó posesión de los cardenales para poner en ellos odio, rencor, divisiones, venganza y delitos. “En los últimos meses”, el papa se ha visto obligado a cubrir los horrores puestos en marcha por los cardenales y la guerra interna que se libra en torno a él hasta el punto de achacar toda responsabilidad al pobre mayordomo.
Al final el papa mismo ha querido y debido indultarlo después de que se le impusiera una pena simbólica. El mayordomo era un chivo expiatorio para encubrir las fechorías de los hombres corruptos en sotanas púrpuras que maquinaban para ser sucesores y buscarse una buena jubilación.
Las intrigas medievales y renacentistas de la curia romana no han terminado, es más, podrían aumentar después de la renuncia que, cogiendo por sorpresa, ha herido a orgullosos, corruptos, chanchulleros, líderes de bandas y a la chusma que sigue a sus propietarios por interés. La renuncia del papa no es una prueba sino un acto de acusación grave e impotente, como si el papa dijera indefenso: “No estoy capacitado para guiar esta sentina que brota por todas partes. He debido salvarle el cuello a algunos delincuentes para proteger la imagen de la Iglesia; ya no puedo más porque mi conciencia me dice que sería cómplice de un sistema de poder que es la negación de Dios”.
En la misa del miércoles de ceniza, el día 13 de febrero de 2013, el primer acto público después de su renuncia, el papa lo dijo claramente: “Esta oración nos hace reflexionar sobre la importancia del testimonio de fe y de vida cristiana de cada uno de nosotros y de nuestras comunidades para manifestar el rostro de la iglesia y cómo algunas veces este rostro es desfigurado.
Pienso en particular en las culpas contra la unidad de la Iglesia, en las divisiones en el cuerpo eclesial. Vivir la cuaresma en una comunión eclesial más intensa y evidente, superando individualismos y rivalidades, es un signo humilde y precioso para quienes se han distanciado o quedado indiferentes a la fe.
Pero Jesús subraya que la calidad y la verdad de la relación con Dios son las que califican la autenticidad de todo gesto religioso. Por ello Él denuncia la hipocresía religiosa, el comportamiento que quiere aparentar, las conductas que buscan aplausos y aprobación”. (L’Osservatore Romano, Anno CLIII n. 38 (2013), venerdì 15 febbraio, p. 8).
De estas palabras, pronunciadas en un clima de meditación sobre la Palabra, emergen sombras desgarradoras que se amontonan sobre la “ekklesía” como una amenaza violenta: “Pienso en particular en las culpas contra la unidad de la Iglesia, las divisiones en el cuerpo eclesial”. La invitación a superar “individualismos y rivalidades” es, a las luces de los hechos, la piedra tumbal sobre la que se posan los últimos pasos de un papa que no está hecho para luchar contra sus colaboradores.
El papa puede afrontar las tentaciones de Satanás, puede caminar por el desierto y sufrir el hambre y la sed, pero no es capaz de resistir el asalto de los lansquenetes internos, que en vez de colaborar con él, “como humilde servidor de la viña del Señor”, hacen por adquirir posiciones para asegurarse rentas de corrupción y combatir contra los presuntos adversarios.
El papa denuncia también “la hipocresía religiosa” que describe con términos que pertenecen a la vanidad mundana más que a los seguidores de Cristo. Si los cardenales y el secretario de Estado hubieran sido hombres de Espíritu, habrían tomado como criterio de vida las palabras del Señor que invitan a un genuino espíritu de servicio.
Quizás en un clima y en un contexto de oración y de abnegación, el mismo gesto de la renuncia papal, hubiera estado motivado de manera distinta y hubiera incluso parecido menos disruptivo: “Así también vosotros, cuando hayáis hecho todo lo que os ha sido ordenado, decid: Siervos inútiles somos, pues lo que debíamos hacer, hicimos” (Lc 17:10).
La inutilidad de la que habla Jesús no es de comportamiento o funcional, sino que pertenece a la lógica de la verdad y del servicio: ya no soy adecuado. El texto griego usa el adjetivo “achrèios”, compuesto por “a-” privativa y por el verbo “cràomai – yo uso/cumplo”, por lo que “estoy deshabilitado/ya no soy capaz de actuar/cumplir”. La curia romana, desafortunadamente, ha usurpado desde siempre el ministerio petrino al sucesor de Pedro, relegándolo a una función de apariencia con un papel de aprobación formal. Sin embargo se reserva para ella misma el poder cotidiano, invisible, verdadero, el nombramiento de los obispos en primer lugar, elegidos por cooptación y por lo tanto chantajeados con la tentación de progresar en sus carreras.
Después de los enfrentamientos entre las facciones opuestas que ocurrieron en su presencia, Benedicto XVI debió abrir los ojos y “vio que no era bueno” tras constatar que ni siquiera su escritorio y su estudio eran ya seguros si alguno había podido hurtar documentos, incluso confidenciales.
Como despertándose de una pesadilla, ha podido tocar quizás por primera vez con sus propias manos la suciedad, la corrupción, la deshonestidad, el engaño y la mentira y ha constatado que son moneda de cambio en su Ciudad, en su casa, en la Iglesia de Dios. El “humo de Satanás” que Pablo VI había evocado aterrorizado en 1968, tomó un nombre y una colocación puntual para Benedicto XVI.
El humo diabólico de la ambición y de las luchas internas por acaparar el poder e imponer su propia imagen de la Iglesia, había invadido el Vaticano y nublado la mente y los ojos de los cardenales que, con el papa aún vivo, parloteaban sobre escenarios de muerte.
Quizás, por primera vez – ¡cuántas primeras veces!– el papa debió darse cuenta de que el mal dominaba la Ciudad del Vaticano y las hienas estaban al acecho para desgarrarlo y hacerlo pedazos sin piedad ni misericordia. Los hombres que se dicen de Dios, cuando viven y actúan sin Dios, saben ser trágicos e incluso cómicos al mismo tiempo, porque pierden el sentido del ridículo y consiguen que se les tome en serio.
El IOR, con toda la corrupción que siempre ha mantenido en sus arcas, estalló en manos del papa que quería al mando a una persona de su confianza para que lo devolviera a la legalidad. No solo la misión fracasó, sino que, a su vez, también el nuevo director fue investigado por la magistratura y por el banco de Italia por motivos de blanqueo. Sin añadir que, como gesto desprecio al papa, el secretario de Estado, el cardenal Bertone, conspiró con sistemas dignos de la KGB para sustituirlo. Este, de hecho, hizo realizar un diagnóstico de falta de idoneidad por un médico complaciente sin que siquiera visitase al interesado. La renuncia impuesta al presidente del IOR, nombrado por el papa, ha sido interpretada por los expertos como una suplantación del papa que, de este modo, era un simple testigo del hecho consumado.
Monseñor Carlo Maria Vigano (visto más adelante), hombre justo, había advertido al papa que monseñores y cardenales eran ladrones y corruptos debido a sobornos dentro y fuera del Vaticano. El secretario de Estado, viendo a sus hombres tocados y acusados, para castigar a monseñor por su honestidad, que, por contrapeso, hacía salir la delincuencia de los protegidos bertonianos, lo alejó del Vaticano y lo envió al otro lado del océano, con un ascenso cuya verdadera intención era solo una condena a muerte. A la vista de estos crímenes, no teniendo la fuerza para imponerse y despedir a los hijos de las tinieblas, el primero de todos ellos su secretario de Estado, el papa hizo lo que un hombre razonable y débil sabe y puede hacer: se quita de en medio para desarmar las manos de las bandas armadas vaticanas.
Para hacerles renunciar a todos y enviarlos a la dimensión de la razón y la fe, si alguno en el Vaticano ha creído alguna vez en algo además de en sí mismos, el papa presentó su renuncia, consciente de que con ella habrían caído todos los poseedores de cualquier cargo. ¿Ha tenido coraje? ¿Humildad? Una cosa sabemos todos: la curia que, con sus maquinaciones y sus guerras fratricidas, ha obligado al papa a la renuncia, es la curia que el mismo papa ha querido, formado y construido.
Si cada uno es responsable de su propia suerte, también es cierto lo contrario: cada uno es responsable de sus propios errores y el papa se ha equivocado, y más de una vez, en la elección de las personas. Hoy podemos decir que Joseph Ratzinger no tuvo ni la capacidad ni la previsión de elegir los colaboradores adecuados; por esto los papas tienen la curia que eligen y se merecen.
El fracaso de las conversaciones con los lefebvrianos, que se han aprovechado de la excesiva benevolencia del papa (véase más adelante), han elevado cada vez más el nivel de sus exigencias para inducirlo a declarar formalmente que el Vaticano II fue un “concilio menor”. Y es más, que este no puede ser incluido siquiera entre los concilios por “herético”. Todo esto debe de tenerlo muy amargado y quizás se ha arrepentido de haberles quitado la excomunión.
Antes, en el 2007, con la concesión de la misa preconciliar, sin necesidad de afiliación previa al magisterio del concilio, el papa tenía la ilusión de que podría hablar con ellos y se adaptó a sus necesidades. Pero al final, terminó entendiendo que estos no querían volver por amor a la Iglesia, sino solo para tomar una revancha doctrinal: el verdadero pecado de orgullo, el pecado de Adán y Eva, que nunca ha abandonado a la clase clerical.
Sin poder poner de acuerdo a aquellos que, “naturalmente” y por vocación sobrenatural, deberían haber estado de acuerdo, observando cómo cada uno perseguía su interés en detrimento de la Iglesia, el papa les obligó a tomar consciencia de que él no podía estar de su parte; apartándose, ha realizado, como los profetas de la Biblia hebrea, un gesto físico, un gesto elocuente mayor que las palabras: “Renuncio”. Como Jeremías cargó con el yugo y con él caminó por las calles de Jerusalén para anunciar el inminente exilio, así el papa se ha cargado sobre los hombros la cruz de las luchas internas dentro del Vaticano, la división ideológica que marca el colegio de los cardenales en vista de su muerte con el papa aún vivo y vacía de significado las guerras y las miserias de los cardenales.
Con este gesto, él declaraba que la Iglesia es de Cristo y que nadie tiene el monopolio del Espíritu Santo. A la objeción de quien seguramente trató de bloquearlo diciéndole que “a la paternidad no se puede renunciar”, el papa respondió, hablando con hechos, que la paternidad es solo de Dios y que nosotros participamos según la gracia y la posibilidad, la mesura y las condiciones.
La renuncia del papa pone sobre la mesa de la teología la cuestión que sigue sin resolverse a pesar del concilio Vaticano II, la misma a la que el Vaticano I ni siquiera se había enfrentado, desequilibrando así la autoridad solo en el lado del papa. La cuestión se refiere a la colegialidad del ejercicio de la autoridad en la Iglesia. Con la declaración de la infalibilidad (véase más adelante) en beneficio exclusivo del papa, la Iglesia ha cojeado durante más de un siglo y las consecuencias son aun visibles hoy en día. Con la renuncia de Benedicto XVI, el anciano papa dice, quizás sin quererlo, que la autoridad papal ya no es absoluta sino relativa, porque renunciando por incapacidad “para cumplir con su oficio”, hace volver a entrar la figura del papa en la normalidad de la ley que exige la renuncia (enixe rogatur – está fuertemente invitado) de todo obispo de cualquier parte de la Iglesia (CJC 401 §2).
Con la renuncia de Benedicto XVI, la Iglesia Católica tiene que lidiar con una nueva categoría teológica: “papa con tiempo”, o, por decirlo de manera burlesca “el papa con fecha de caducidad”. El hombre que hasta las 19:59:59 horas gozaba del privilegio de la infalibilidad, justo a las 20:00 horas cesaba de ser infalible y volvía de nuevo entre los mortales.
Se puede objetar que el carisma de la infalibilidad lo da el oficio y no la persona, pero esto es una sutileza que no se sostiene porque el papado se encarna en la persona, dentro de sus límites, sus puntos fuertes y sus puntos débiles. Un papa no es igual a otro, por historia, formación, cultura y herencia. Quizás puede comenzar ahora una nueva era, en la que la Iglesia tome consciencia de que la cuestión de infalibilidad se exageró en 1870 para compensar la pérdida del poder temporal.
Tal vez es hora y haya llegado el momento de comenzar a hablar acerca de la indefectibilidad de la Iglesia en su conjunto, en virtud de la cual esta no puede perder ni un ápice de su fe en el Señor a pesar de la fragilidad de cada hijo, incluido el papa, hombre de entre los hombres, falible como todo ser humano, excepto por su coherencia en la verdad del profesar que Jesús es su Señor. En testimonio de esta fe, cada creyente es “infalible” y el papa, en virtud de su mandato, es infalible cuando “confirma a sus hermanos y hermanas en la fe”.
Aquí nace la colegiación, fundamento de la iglesia de comunión que es incompatible con la iglesia piramidal verticalista. De este modo, se afirma la necesidad, que ya no se puede demorar más, de un concilio que establezca los confines de la autoridad papal y al mismo tiempo afirme los derechos/deberes de los obispos que volverían a recuperar su carácter de “epìskopoi – guardianes/supervisores/pastores” por gracia y no por lugartenientes o comisionados de gobierno del papa-rey o, aun peor, propietarios de una parte de la Iglesia por ser súbditos del papa-rey.
La renuncia de Benedicto XVI entra en la categoría de “signos del tiempo”, que objetivamente está ahí, pero depende de nosotros leerla con esa visión y desde esa perspectiva que nos obliga a preguntarnos sobre el significado que “los signos” tienen en sí mismos y en el futuro de la Iglesia.
¿Qué quiere decirle Dios a la Iglesia de hoy con el gesto de un papa que renuncia de forma espontánea al poder absoluto y a la imagen de santidad en la que centraba su función para volver a ser un hombre de oración y de silencio? San Pablo diría que este momento es “una ocasión favorable – un kairòs” para escuchar lo que el Señor quiere decirle a su Iglesia a comienzos del tercer milenio.
Si debe nacer una nueva Iglesia, depende también de nosotros porque Dios manda sus “signos de los tiempos” pero no sustituyen a nuestra responsabilidad y ni siquiera quebranta nuestra libertad, aunque sea un impedimento para la realización de un diseño suyo.
Desde las 20:00 horas del jueves 28 de febrero de 2013, memoria litúrgica del asceta san Román Abad, que vivió entre los siglos IV y V, comienza un nuevo camino para la Iglesia de Dios. Este podría tomar la dirección del Reino a través de la Historia, o bien el sendero del miedo hacia el pasado en busca de una seguridad que nadie puede dar porque solo a lo largo el camino desde Jerusalén a Emaús, con Cleofás y el otro discípulo, donde sentiremos el corazón calentarse y al final, solo al final, podremos descubrir el rostro del Señor en la “fracción del pan”.
Depende del papa demostrar con los gestos y el testimonio que Dios ha vuelto a vivir en el Vaticano ya que sus habitantes, comenzando por él, convertidos, han vuelto a creer de nuevo en Él, dando testimonio día a día. El papa ya no podrá erguir ― o permitir que otros construyan― frente a él una cortina de incienso sino que, una vez puestas las suntuosas prendas de santidad y tomado un bastón, una túnica y un par de sandalias, descenderá por las calles del mundo para caminar junto a los hombres y las mujeres de su tiempo en busca de los fragmentos dispersos de Cristo en la Historia del mundo y de los individuos.
Escuchando las palabras de Benedicto XVI, con un gran respeto por el hombre pero a la vez reputándolo –como papa– culpable y responsable de la degradación a la que se enfrenta la Iglesia, puedo afirmar que este libro tenía que escribirse tal y como se ha escrito. Lo encomiendo también al papa, para que en el espíritu de Francisco I, remiende su Iglesia y, sin miedo pero con la fuerza únicamente de la fe, se deje abrazar por Cristo para subir al monte de las Bienaventuranzas y después bajar a la llanura del Magnificat, llevando en mano las tablas del Evangelio que traen la alegre noticia de que los pobres se han evangelizado. Pobres y Palabra, la combinación que es, sin duda, garantía del Evangelio. Ha llegado la hora y es esta. Hoy.
Texto traducido por: Sandra Crespo Herrera, Irene Machado Padilla, Miguel Burillo Herrera, Jesús Miguel Díaz Muriel, Vanja Schifferli (Revisión: Estefanía Flores Acuña)
Testo original: Il Papa si dimette ovvero il principio della fine