Jesús y los “impuros”
Intervención de Rosa Salamone del grupo Varco-Refo de Milán en la Convención Nacional REFO (Rete Evangelica Fede e Omosessualità) en Florencia (7-9 de noviembre de 2008)
Las terapias reparativas, es decir, las terapias destinadas a la reorientación sexual de personas homosexuales en heterosexuales, en el momento en el que se plantean como un camino obligatorio para llegar a la plena comunión con Dios, no solo son inmorales desde un punto de vista cristiano sino que también son completamente ajenas al mensaje del Evangelio.
Para comprenderlo, basta con analizar el contexto descrito en el Evangelio y lo que se entendía por enfermedad en el mundo hebreo en tiempos de Jesús.
Esto no se debe a que la homosexualidad sea una enfermedad, sino a que es precisamente a través de la relación con los enfermos como Jesús llevó a cabo un cambio radical que terminó desmontando el concepto de pecado en sí mismo.
Los enfermos, en tiempos de Jesús, no eran solo enfermos como los leprosos, los ciegos, los cojos o los paralíticos. A ojos de la casta sacerdotal y de la religión de la época, eran, ante todo, los “impuros”.
Desde el punto de vista religioso, esto quería decir que no les estaba permitido acceder al templo, el lugar donde se creía que residía Dios, por lo que quedaban excluidos de su amor. De hecho, la enfermedad era enviada por el Señor como castigo por alguna culpa personal o de sus antepasados.
La categoría de los “impuros” era muy amplia en la época de Jesús. Además de los enfermos, también comprendía a los samaritanos, las prostitutas y los publicanos.
Asimismo, se podía acceder fácilmente a ella debido a las 613 reglas establecidas por la Ley que no siempre era posible respetar, aunque salir era mucho más difícil, puesto que conllevaba una práctica compleja de ritos de expiación y sacrificio establecidos por la clase sacerdotal de la época.
En el Evangelio, los “impuros” aparecen en contraposición a los escribas, los doctores de la Ley y los fariseos, es decir, la casta sacerdotal de la época.
Normalmente, esta categoría era presentada como la de los fieles que obedecían los mandamientos y prohibiciones extrapolados de la Ley, los cuales comprendían 365 acciones prohibidas (como los días del año) y 248 acciones obligatorias (como las partes que formaban el cuerpo humano según la cultura de la época).
Un total de 613 preceptos que había que respetar y que iban desde la higiene personal, como las instrucciones para lavarse las manos antes de comer, hasta el ayuno ( el cual realizaban los fariseos ayunaban dos veces por semana, los lunes y los jueves, en memoria de la ascensión de Moisés al Sinaí y de su descenso) o el cumplimiento del sábado.
¿Cuál fue la postura de Jesús hacia los “impuros”? Para comprenderlo, podemos analizar dos episodios del Evangelio. El primero es el del leproso en el Evangelio de Marcos 1, 39-45.
Escribe el evangelista: «Y vino a él un leproso». El evangelista dejó voluntariamente al protagonista en el anonimato, siguiendo así una técnica literaria y teológica que permite considerar a este personaje como representante de todo el grupo de “impuros”. El leproso, en esa época, no era solo un enfermo, como se decía, sino también una persona que había recibido un castigo de Dios por sus pecados.
El leproso no suscitaba ni compasión ni amor; él mismo se había buscado su enfermedad, no tenía esperanza de salvación. En toda la Biblia, solo se conocen dos casos de leprosos curados: uno es el de la hermana de Moisés, Míriam, afectada por la lepra porque había levantado rumores contra su hermano, y que fue curada por Dios; el otro es el de un oficial sirio que fue purificado por el profeta Eliseo.
Los leprosos vivían como marginados, debían mantenerse a una distancia prudencial fuera de la ciudad y no podían acercarse a otros seres humanos. Si se encontraban con otra persona debían gritar desde lejos «¡Inmundo!» para identificarse.
La situación del leproso era un círculo vicioso que lo condenaba a muerte: el único que podía salvarlo era Dios, pero no podía recurrir a Él porque era un impuro; tampoco podía entrar en el templo, ni intentar rezar a Dios porque Él lo había castigado.
Sin embargo, el leproso de este episodio sintió la llamada de la Buena Nueva de un Dios que no excluye a nadie, de un Dios que ama a todos, y por acercarse a Jesús estaba dispuesto a quebrantar la Ley. Se dirigió a Él y le suplicó de rodillas, diciéndole ante todo: «si quieres».
Por encima de la curación, lo que pide es ser limpiado. El verbo limpiar, dada su importancia, aparece en tres ocasiones. En suma, lo que el leproso pide a Jesús, a este hombre de Dios, es que lo limpie, pero, sobre todo, que lo reconcilie con Dios para poder encontrarlo en su vida.
El deseo del leproso de encontrar a Dios parece surgir, en primer lugar, de su necesidad de ser curado. Está literalmente hambriento, tiene hambre de eternidad. Conmovido, Jesús cede a la voluntad del leproso, extiende la mano sobre él y lo toca.
Por tanto, se puede determinar por la actitud de Jesús que lo que debería hacer una comunidad cristiana antes de curar a nadie, es ayudar a esas personas a que retomen su relación con Dios.
Esto conlleva una práctica de libertad, un crecimiento espiritual que comienza en el interior de la propia conciencia: de hecho, el leproso debe quebrantar una ley, un prejuicio que lo condena a muerte y a un exilio perpetuo de Dios.
Solo después de esta práctica de libertad espiritual es posible entender nuestros deseos más profundos y es entonces cuando Dios se une a nuestros deseos de crecimiento. Establecer quién está enfermo y quién no, es algo que no corresponde a la comunidad, la cual tiene otras funciones, sobre todo la de dar amor, es decir, la capacidad de dar más que de pedir.
Gracias a la lectura del Evangelio podemos comprender en qué medida los enfermos y los que eran considerados impuros acababan quebrantando la Ley por acercarse a Jesús.
Este es el caso de otro personaje considerado impuro: «la mujer que padecía de hemorragia desde hacía doce años y que no pudo ser sanada por nadie» (Lc 8, 43).
Para comprender la trágica situación de esta mujer basta con pensar que las mujeres eran consideradas impuras mientras estaban con el período. Por tanto, para una mujer que sufría tal enfermedad, la situación era dramática.
De hecho, en la cultura de aquella época, la sangre era vida, por lo que una mujer que perdía sangre continuamente, perdía vida y, por tanto, iba al encuentro de la muerte. Esta mujer era considerada una inmunda debido al flujo imparable de su sangre.
Su condición era similar a la de una leprosa: no podía acercarse ni dejar que se le acercara nadie; tampoco podía casarse, y si lo estaba, no podía mantener relaciones con su marido. La religión la condenaba a una esterilidad perpetua.
La Ley de Dios, mejor dicho, la de la casta sacerdotal, le impedía por tanto tocar a nadie, pero también en este caso el deseo de vivir se revela con más fuerza que cualquier impedimento moral.
Para ella, la situación estaba clara: si continuaba respetando la Ley, no pecaría, pero moriría; en cambio, si intentaba quebrantarla, tendría una esperanza de vivir.
De manera que la mujer se escondió entre la multitud que seguía a Jesús y una vez detrás de él, esperando que nadie se diese cuenta, le tocó el manto «y de inmediato la hemorragia se detuvo» (Lc 8, 44).
En ese momento, según los criterios de la Ley, su gesto transmitió impureza a Jesús, el cual a su vez fue infectado. Jesús debería haberla reprendido, amonestado y castigado, pero por el contrario, en lugar de darle una clase de teología, la alabó: «Hija, tu fe te ha salvado. Vete en paz» (Lc 8, 48).
El término hija podría haberse traducido por «niña, mi niña» o similares, puesto que el término griego utilizado por el evangelista es muy tierno, muy dulce.
Es el propio Jesús quien a su vez quebranta la Ley por acercarse a los rechazados por la sociedad, incluso cuando no sería necesario.
Ante todo, toca y se deja tocar por los “impuros”, las prostitutas, los publicanos y los enfermos, algo totalmente prohibido por la religión de aquella época. Almuerza con estas personas, come de su mismo plato y se para a hablar con ellos.
Además, en más de una ocasión ignora el mandamiento más importante a ojos de los doctores y de los escribas, aquel que incluso Dios respetó, es decir, el cumplimiento del sábado.
Jesús también sana los sábados y, no contento con eso, invita a los demás a quebrantar la Ley en este aspecto. Pensemos en el episodio donde Jesús ordena al paralítico, que llevaba 38 años inmóvil en su lecho, que cogiera su cama y se la cargase a la espalda, en un día en el que ni siquiera estaba permitido levantar una pluma.
En realidad, de no ser por el deseo de Jesús de hacernos comprender que las Leyes religiosas a menudo no tienen nada que ver con el amor, no se entendería por qué tuvo que ordenar a un enfermo que se cargase sobre la espalda la cama, seguramente odiada y símbolo de su larguísima enfermedad, precisamente el sábado (Jn 5, 1-18).
¿Cuál es el significado que esconde esta falta de respeto por el sábado? Jesús parece confirmar constantemente la idea de que Dios trabaja y no deja de trabajar nunca hasta que la obra de la Creación no esté acabada.
El sábado, el verdadero sábado dentro de la Creación está todavía por llegar y realizarse. Por lo tanto, Jesús no nos ordena ser fecundos en el sentido reproductivo de la palabra, como ciertas religiones pretenden hacernos creer para desprestigiar su mensaje, puesto que ello conllevaría la exclusión del proyecto de Dios de un gran grupo de personas (algunos al menos por un periodo de tiempo), como son las viudas, los enfermos, los niños, los ancianos, así como los estériles y los homosexuales.
En su concepto de fecundo, Jesús prioriza el sentido de creación, es decir, del que colabora activamente con el Padre para que el plan divino de la Creación se complete.
Nosotros estamos llamados a crear felicidad; a construir casas y calles para aquellos que no tengan; a bajar nuestro nivel de vida para que otros puedan saciar su hambre; a respetar los árboles, el agua y los animales; a no oprimir a nadie; a no explotar a otros por dinero; a no crear falsos ídolos como el éxito, a no prostituirnos por poder traicionando a nuestros seres queridos; a no empobrecer nuestra vida por culpa del egoísmo o el miedo.
Solo así podrá llegar el Reino de los Cielos que Jesús nos promete en esta tierra, solo así tendrá lugar el descanso de la Creación.
Consideremos a continuación cuál fue la actitud de Jesús hacia otros “impuros” para comprender mejor las consecuencias de su labor. Como ya comentaba al principio, entre los impuros se contaban también los publicanos, es decir, los recaudadores de impuestos.
En tiempos de Jesús, la profesión de responsabilizarse de los aranceles se daba en concesión: quien pagaba más dinero obtenía el puesto de recaudador. El arancel era un tributo impuesto a todas las mercancías que viajaban dentro de una zona determinada; era necesario pagar una cifra concreta.
El aduanero era libre de imponer los precios que quisiera, por lo que los publicanos eran acusados de ladrones al servicio de los odiados romanos.
Por eso los publicanos pertenecían indiscutiblemente a la categoría de los impuros. Para tener una idea aproximada de quiénes eran los publicanos, es suficiente pensar que se les equiparaba con bandidos y pícaros.
Tocar a un publicano significaba volverse impuro. Incluso la empuñadura del bastón con el que controlaban las mercancías era impuro, del mismo modo que era impura la casa a la que entraran (después había que limpiarla con agua hirviendo).
En una palabra, estaban considerados como quebrantadores de todos los mandamientos de Dios; para ellos no existía la salvación. Por lo tanto, aunque un día un publicano quisiera convertirse, no podía. No había redención para ellos.
Pues bien, en la parábola del fariseo y del publicano (Lucas 18, 10-14), en la que ambos suben al templo a rezar, Jesús hace una distinción: por un lado están aquellos que se consideran “justos” por observar las leyes de manera rigurosa, representados por el fariseo que ayuna dos veces por semana y paga todos los diezmos.
Por otro lado están los conocidos como “pecadores”, representados en la figura del publicano. Este es consciente de que no tiene salvación. La Ley lo ha condenado a la muerte eterna. Ni siquiera osa a entrar en el templo, y no se atreve a alzar los ojos al cielo, pero golpeándose el pecho dice: «Dios, sé propicio a mí, pecador».
No dice: «Dios, te prometo cambiar de vida». Lo único que le pide a Dios es misericordia. El publicano es consciente de ser pecador y del hecho de que permanecerá en esa condición, porque para él no existe otra posibilidad. El publicano no podía convertirse.
No le era posible, llegado a un cierto punto de su existencia, optar por decir “basta” y cambiar de profesión. No podía, estaba prohibido, no era lícito que llevara a cabo ningún otro oficio. No tenía más remedio que permanecer en el pecado.
Pero para Jesús no cabe duda: «Os digo que este descendió a su casa justificado antes que el otro». Es decir, en gracia de Dios.
Jesús, con su humanidad, parece haber comprendido, mejor que muchos religiosos y teólogos de nuestro tiempo, que existen clases de personas para las cuales no solo no es posible respetar la Ley por determinados motivos (sociales, económicos, culturales, etc.), sino para las que, además, resulta imposible cambiar su propia esencia, a pesar de sus esfuerzos.
Pretender que cambien de vida y establecer este cambio como condición para que puedan encontrar el amor de Dios es falso e inhumano. Esto puede observarse claramente en otro episodio escabroso del Evangelio (Lucas 7, 36-47).
En este episodio, Jesús va a comer a casa de un fariseo, y mientras está tumbado en el comedor «llegó una mujer», «una pecadora de aquella ciudad», es decir, una prostituta que iba a su encuentro.
En la casa del fariseo, donde no entra nada que sea impuro, entra el súmmum de la impureza (pensemos que los fariseos creían que el Reino de Dios tardaba en llegar debido a dos categorías de personas: las prostitutas y los publicanos: era culpa suya que no se instaurase el reino del Mesías).
Entra, pues, una prostituta con los que podríamos llamar los útiles de su oficio, ya que, como afirma el evangelista, «trajo un frasco de alabastro con perfume; y estando detrás de él a sus pies, llorando, comenzó a regar con lágrimas sus pies, y los enjugaba con sus cabellos; y besaba sus pies, y los ungía con el perfume».
Para entender en profundidad hasta qué punto es escandaloso este episodio, es necesario saber que los pies, en el mundo judío, eran un símbolo de los órganos genitales. El término aparece tres veces.
Como si no fuera suficiente, la mujer comienza a enjugarlos con su pelo. Las mujeres, en el mundo hebreo, llevaban siempre un velo desde la etapa de su pubertad. Debían llevarlo incluso durante las relaciones sexuales, porque el cabello era considerado un arma con un gran componente erótico.
Esta mujer utiliza su pelo, usando el único lenguaje que conoce para expresar su amor hacia Jesús, el único modo de expresarse que ha aprendido desde niña.
Porque es una prostituta, una mujer que ha sido educada desde pequeña para satisfacer a los hombres y que ha sido criada para darles placer.
En realidad, el nacimiento de una mujer representaba en tiempos de Jesús una auténtica desgracia. Si nacía una niña, significaba que el esperma del hombre estaba deteriorado o que el varón era débil: según las creencias de aquella época, un varón no podía hacer otra cosa que engendrar otro varón.
Cuando la mujer daba a luz a una niña, permanecía impura durante dos semanas. Si, por el contrario, daba a luz a un niño permanecía impura una semana.
Al parto le seguían tres meses de purificaciones diarias, en una época en la que no había agua corriente y hacía falta ir a los manantiales a buscarla, muchas veces a kilómetros de distancia.
Frente a una desdicha de tal envergadura, no eran raros los casos en los que se exponía a la niña, es decir, los padres se deshacían de ella nada más nacer.
Era normal: cuando en una familia ya había una o dos niñas, se exponía a la recién nacida. La dejaban en un cruce de caminos a las afueras del pueblo, en campo abierto, y si no la mataban las alimañas durante la noche, al amanecer llegaban los mercaderes de esclavos que la recogían, la criaban y la instruían en el arte de la prostitución.
En pocas palabras, su condición de prostituta no era fruto de una elección libre, sino que se debía a que no había llegado a conocer a su familia.
A menudo, estas niñas a los cinco años ya estaban en condiciones de ejercer la prostitución, y a los ocho años habían tenido su primera relación completa. Es importante tener esto en mente cuando leemos este episodio.
Ahora bien, Jesús no se limita a alabar el amor de la prostituta y a condenar al fariseo hipócrita, que lo ha recibido pero, en realidad, no lo ha acogido en su casa. Jesús va más allá: acepta el lenguaje de la mujer, porque entiende que ha sido educada y criada así desde pequeña.
Además, se dirige a ella con ternura y respeto. No es la primera vez que Jesús se dirige así a las mujeres, quebrantando múltiples prohibiciones. Pensemos en su encuentro con la samaritana, en una época en la que los hombres no podían dirigirse directamente a las mujeres.
Asimismo, a las mujeres les estaba vetada la educación religiosa, hasta el extremo de que se prefería que el fuego devorase las palabras de la Ley antes que una mujer fuese educada en ellas.
Sin embargo, la actitud escandalosa de Jesús no termina aquí, porque Él no le exige a la prostituta que cambie su conducta. Jesús le garantiza el perdón y no pretende que deje su oficio ni que cambie de vida.
De hecho, una mujer así no podía encontrar otro trabajo, ya que en aquellos tiempos el único trabajo permitido a las mujeres era el de vivir como siervas y esclavas de su propia familia.
Como hemos visto, la prostituta era una mujer que había sido abandonada por su padre y por sus hermanos. Además no podía aspirar a crear una familia; nadie se habría casado con ella porque quien se la encontrase estaba obligado a alejarla de su existencia, para no contagiarse de su impureza.
Jesús es conocedor de esto, y no justifica en absoluto la violencia de los hombres, que la ha relegado a una condición de esclavitud.
De hecho, si Jesús pide un cambio a alguien es al fariseo, que ha creado este sistema de perversión inmoral, y no a la mujer. Lo que se afirma aquí es que el amor de Dios no depende de que cambiemos de estado o de situación según los criterios de pureza de las sociedades que, poco a poco, se han ido sucediendo a lo largo de la Historia. Si así fuese, la prostituta no tendría ninguna esperanza de salvarse, al igual que no la tendría el publicano.
No es la pureza el ideal que Jesús nos propone, sino el amor.
No es la fecundidad lo que hace felices a los hombres, sino la creatividad.
No es nuestra relación con Dios lo que nos salva, sino nuestra relación con los demás.
A decir verdad, en realidad Jesús sí afirma que existen acciones que nos hacen impuros, pero nunca son comportamientos que respectan a nuestra relación con la divinidad. Al contrario, se trata de acciones que tienen que ver únicamente con el bien de quienes nos rodean.
En el Evangelio de Marcos (7, 20-23), Él enumera doce actitudes que nos hacen impuros, actitudes que tienen que ver con nuestra relación con los otros, nunca con Dios. Son acciones a causa de las cuales dañamos a los demás voluntaria y conscientemente. No se trata, pues, de errores cometidos sin que nos demos cuenta.
Esta lista menciona:
1. La prostitución, es decir, vender la conciencia y los principios de uno mismo y la vida de los demás por dinero, por ambición, por éxito o por miedo.
2. El robo.
3. El homicidio.
4. El adulterio.
5. La codicia, es decir, acaparar bienes para uno mismo, el egoísmo, la avaricia, el ser esclavo del dinero.
6. La maldad.
7. La estafa, los engaños y las mentiras, las trampas que tendemos para hacer tropezar al prójimo.
8. La lascivia, es decir, usar el cuerpo de los demás como un instrumento para alcanzar el placer y no como una manera de expresar el amor.
9. La envidia.
10. La calumnia.
11. La soberbia.
12. Extrañamente, por último, la estupidez y la necedad. Aquí Jesús no se refiere al hecho de ser obtusos o limitados en nuestra inteligencia, sino al pasar la vida ocupándose solo de uno mismo, orientando cada pensamiento a las preocupaciones personales y no comprendiendo que se es dueño solo de lo que se da, y no de lo que se recibe.
Queridos amigos y hermanos, queridas amigas y hermanas: debemos juzgarnos por el amor que demos a los demás, porque según el amor que hayamos dado nosotros seremos juzgados.
Todo lo demás no importa a ojos de Dios ni a los de Jesús, quien nos pide, no ya que respetemos la Ley, sino que nos parezcamos a Él, y amemos a los demás con el mismo amor con el que Él nos amó.
Porque el amor es la ley perfecta y en el amor se encierran todas las leyes.
Texto original: Gesù e gli “ impuri”