La sal que se disuelve en la historia
Reflexiones de Tonio Dell’Olio* extraído de Adista Notizie (Italia), n.1 del 8 de enero de 2011
La sal, sobre todo en la antigüedad, era un elemento esencial en la vida de las personas. No solo para el uso doméstico, como hoy en día se concibe, sino también para la conservación de los alimentos (sobre todo carne y pescado).
Elemento indispensable hasta tal punto que cada organización comunitaria y cada ciudad se encargaba de su propio abastecimiento. Gracias al testimonio de Plinio (Naturalis Historia XXXI, 88), sabemos que incluso era imposible concebir una vida civilizada sin la producción y el uso de la sal.
Por esta razón, el Imperio romano hizo lo imposible para controlar, incentivar y organizar la producción de sal a lo largo de las costas de las grandes zonas que dominaba.
Tan valiosa como para que se convirtiera en «moneda» para pagar a los soldados. Costumbre de la que deriva el término con el que hoy en día se define la retribución: salario.
Sirva esta amplia introducción para entender el significado de la afirmación inicial de Jesús: «Vosotros sois la sal de la Tierra». No se trata de una atribución a buen mercado, sino más bien de una elevación máxima del papel de los discípulos, llamados a ser esenciales en la comunidad humana.
Sin embargo, la condición básica de la sal para que consiga la función de salar es la de disolverse. Si en el agua o en la masa la sal se quedase entera, sin disolverse, no sería capaz de dar sabor.
Es un dato constitutivo que no podía pasarle desapercibido a Cristo, a los evangelistas ni a los discípulos. Por esta razón, la afirmación de Jesús no consiste en pedirles a los cristianos de cada época que desempeñen el papel de protagonistas, sino que garanticen una presencia de calidad.
Pudiendo dar sabor, o sea, pudiendo dar sentido y significado a las comunidades humanas donde vivían, sin perseguir la aprobación, el aplauso, las portadas de las revistas, los tronos ni los sillones. Presencias discretas, pero indispensables.
Jesús prefigura una comunidad sin ruido y sin poder. No una Iglesia-Estado, sino una comunidad libre. No elementos separados, sino incluidos, integrados y entremezclados. No la fuerza y la riqueza, sino la debilidad y la pobreza.
En este sentido, todo creyente está invitado a mezclarse con la gente y en la historia de la que forma parte, siendo coherente con la invitación terminante de Jesús. Sin etiquetas ni distintivos. Desapareciendo como la sal para apostar —igual que la sal— por dar sabor.
Para asegurar la misma presencia al lado de las anteriores, no tienen cabida el partido católico, el periódico católico ni el colegio católico… sino más bien el partido de los otros, el periódico de los otros, los colegios de los otros, en los que cada creyente se juega su parte de testimonio y de fe. Para devolverle a esas realidades el sabor de la justicia de Dios.
«Si quitares de en medio de ti el yugo, el dedo amenazador, y el hablar vanidad; y si dieres tu pan al hambriento, y saciares al alma afligida, en las tinieblas nacerá tu luz, y tu oscuridad será como el mediodía» (Is 58:10).
Por otra parte, el mismo Jesús encarna la historia de Dios (la máxima separación concebible), con la que se cruza la historia de los hombres y mujeres de todas las épocas.
Es la lógica de la cruz, en la que de verdad la luz está encendida en el candelero, aunque aparece como una infamia.
Se confunde con la peor de las historias humanas. Pero ¡cuánto sabor dan a la historia aquel nacimiento y aquella muerte!
En tierras lejanas y poco señaladas en los mapas, he encontrado creyentes-sal que apostaban toda la vida por el Dios-sal.
Sin ningún tipo de estandarte, denunciaban el mal, que se presentaba con buldóceres y excavadoras para destrozar el subsuelo de minerales más valiosos que la sal. A veces han pagado con la vida aquel anuncio de justicia y dignidad.
Pero ¡jamás ningún calendario se ha acordado de canonizar aquel testimonio silencioso! Solo algunos indígenas celebran su historia. Siguen dándole sal a la vida — a la suya y a la de los demás— con sal de Dios para que incluso nuestro pan se vuelva bueno.
Y me he cruzado con hombres y mujeres que han sido capaces de salar caminos nuevos sin siquiera conocer el nombre de Dios. «Cristianos anónimos», así los habrían definido algunos teólogos importantes.
Para mí, eran solo hombres y mujeres hechos sal por su amor a la vida y al deseo de justicia y verdad que se puede leer en los ojos de los pobres, de las víctimas y de los que no tienen voz.
Discípulos más por condición que por vocación. Sal que debemos extraer en gran cantidad para también poder darle esperanza a nuestras historias.
* Tonio Dell’Olio es el responsable internacional de Libera. Se ordenó sacerdote en 1985, fue párroco en Bisceglie y capellán en la cárcel de Trani (región de Apulia, Italia). Ha colaborado durante años con Don Tonino Bello.
Director de Mosaico di Pace y coordinador nacional de Pax Christi desde 1993 hasta 2005, ha apoyado la campaña a favor de la ley 185/90 y de la ley contra las minas.
Texto italiano: Il sale che si scioglie nella storia