Ondas en el agua. Mis pequeños milagros diarios
Testimonio de Rosa Salamone, del grupo Varco-Refo de Milán (Italia)
No sé si soy una persona que puede contar pocos o muchos milagros en su vida, lo que sí sé es que, sin duda, habría querido ver muchos más de los que he presenciado. Por milagro no me refiero al vino convertido en agua, a las repentinas curaciones o a las místicas apariciones de la Virgen entre las rocas.
Si por milagro se entiende un acontecimiento fuera de lo común, entonces yo puedo decir con absoluta certeza que he vivido en un mundo bastante banal. Otra cosa es si por milagro se entiende «una señal», si lo consideramos una revelación de la presencia divina en los hombres y en su historia. En este caso puedo considerarme una mujer afortunada, ya que he presenciado miles de milagros a lo largo de mis días.
Cada vez que he leído una poesía y se me ha estremecido el corazón, todas las veces que he escuchado a Falcone y Borsellino pronunciar un discurso, cuando he visto a la frágil madre de la Plaza de Mayo iniciar su caminata alrededor de la plaza con un cartel colgado al cuello y preguntándole al general Videla en persona qué le había sucedido a su hijo desaparecido, cuando he visto a tantos amigos irse a África y dejarlo todo por el simple impulso de ayudar a quienes más lo necesitan.
Entonces, en esos precisos momentos, tuve la clara percepción de que Dios existe realmente y de que es capaz de inspirar en los hombres los sentimientos más puros. Tengo una vieja amiga que vive en Sicilia, en un pueblo resguardado por la sierra de la Madonia, donde obtuvo hace unos años el traslado como maestra. Como es una mujer culta y sensible, preparada y meticulosa en su profesión, nada más llegar se puso a trabajar de buena gana.
Se puede pensar que esto no supuso ningún problema. Falso, porque no hay nada peor que una mujer que va a trabajar seriamente en un lugar donde nadie lo hace. Así, en pocos meses, mi amiga consiguió atraer la ira de todo el personal docente.
Mientras más veían los padres de los niños cómo sus hijos crecían con dignidad y respeto, con una verdadera preparación y una cultura que los formaba como seres humanos, más se convertía ella en una especie de pararrayos de la rabia y crueldad de sus colegas.
El colmo fue cuando decidió organizar un proyecto didáctico sobre la recogida selectiva. Puedo decir sin temor a ser desmentida que enseñó a todo un pueblo lo que significa tener respeto por el medio ambiente con tan solo algunos gestos sencillos, como poner las botellas de plástico en el contenedor adecuado o fabricar los objetos más dispares con el material reciclado. Esto sí que fue la gota que colmó el vaso.
Ella, solamente con su presencia, demostraba lo mezquinos, incompetentes e ignorantes que eran sus colegas, quienes la sometieron a un continuo acoso laboral.
Es verdaderamente terrible comprobar las crueles sutilezas que es capaz de concebir la mente humana. Se vio obligada a enseñar en los pasillos, le quitaban las llaves del laboratorio de informática y fue aislada y tratada como una loca.
Mi amiga entró en una fase de depresión aguda. Resumiendo: si ella había actuado solo para hacer el bien, ¿por qué Dios la recompensaba de esta manera? No creo que exista en la historia de la humanidad una pregunta más frecuente que esta.
La misma pregunta que se hacía Job o tantos otros salmistas: ¿por qué el impío prospera y el sabio sufre? A saber. No lo sabe el que sufre y no lo sabe ni siquiera el amigo del que sufre, porque como él, se encerró en la brevedad de sus días, en la apariencia limitada de su condición humana.
Al igual que los amigos de Job, me esforzaba, en ese momento, en ofrecerle respuestas que quizás acabarían por causarle mayor sufrimiento a su corazón. Básicamente le dije que esperara.
De hecho, estoy segura de que la vida funciona como las ondas en el agua. Cada una de nuestras acciones es como una onda que se expande y cada onda está destinada a regresar. Si hemos hecho el bien, obtendremos el bien, si hemos hecho el mal, recibiremos dolor.
Mientras más grande sea la onda de nuestra acción positiva o negativa, más tiempo tardará en regresar a nosotros, por una ley física y espiritual. Ella debía por lo tanto esperar a que la onda se cerrase y el bien comenzara a llenar su vida de nuevo.
Para hacer las cosas todavía más complicadas, había otro aspecto del problema: el hecho de que aparentemente su situación no parecía ofrecer ninguna vía de escape. Es típico de las situaciones negativas que no se nos presenten alternativas y que nos condenen a un sufrimiento continuo.
Uno se devana los sesos, se estresa y se martiriza, pero nada, la solución no aparece. Mi amiga no podía pedir el traslado a otro centro porque acababa de ser trasladada, no podía dejar el trabajo porque tenía hijos y una casa que sacar adelante, no podía acudir a los sindicatos porque estaban en connivencia con la situación en el colegio.
Después, uno se imagina qué gesto asombroso hay que hacer para que cambien las cosas, como vemos en las películas; como por ejemplo subir al tren y cargar en un vagón toda nuestra vida.
Sin embargo no, no hacen falta grandes actos de valor. Si hay una cosa que he aprendido de la experiencia de mi amiga es que es suficiente creer de verdad que las cosas cambiarán y que Dios nos ayudará.
Esto se resume en una sola palabra: fe. Y a la fe la acompaña, a su vez, otra palabra: querer
Hacer lo que amamos hacer, lo que más nos gusta, seguir esa vocación de la que siempre hemos sido conscientes y que sentimos como nuestro deber en esta vida.
El gesto de esta mujer fue muy sencillo: al no tener nadie con quien hablar y verse condenada a una sofocante soledad, un día como tantos otros, se puso a escribir confesando en esas páginas lo que sentía. ¡Y qué palabras le brotaron!
Escribía con la pureza de estilo de los latinos antiguos, con la precisión de algunas fábulas griegas. El toque de Dios es verdaderamente como el ala de una mariposa en nuestras vidas.
Comenzó a enviar sus relatos y, para su gran sorpresa, descubrió que la gente los apreciaba. Empezó a ganar concursos y a conocer gente nueva. Resumiendo: hoy ha escrito su segunda novela que acaba de ser publicada.
Es una mujer serena, una mujer que se ha demostrado a sí misma el valor de no dejarse intimidar por los chantajes. Hay otra cosa que he aprendido de esta historia: pensamos que en los momentos de dificultad Dios no responde a nuestras plegarias o que si lo hace, lo hace extremadamente despacio.
En realidad atribuimos a Dios una limitación que es nuestra. Porque somos nosotros los lentos, los que captamos tarde las respuestas que Él nos da sin demora.
A veces, simplemente, tardamos años en comprender algo que hemos tenido siempre delante de los ojos.
Los «milagros», como yo los entiendo, son difíciles de ver. Por ello, habría que detenerse cuando suceden para prestarles toda la atención posible.
Porque son pequeños, modestos, humildes y, sin embargo, revolucionarios.
No es fácil reconocerlos en un mundo como el nuestro donde el «milagro» está siempre asociado a acontecimientos grandiosos.
Como la tempestad y quien la hace acallar o como las aguas y quien camina sobre ellas: todo muy cinematográfico y muy escenográfico.
Las «señales», por el contrario, pasan casi desapercibidas y por ello deberíamos contener la respiración cuando tenemos la fortuna de presenciarlas. Normalmente, me paso la vida observando a gente que ya no sueña.
Cuando les preguntas por qué, te responden que no se han dado cuenta de cuándo el alma ha comenzado a desaparecer.
En un determinado momento, simplemente, sintieron el pavoroso vacío que conlleva su desaparición. La mano árida, el corazón seco. El miedo que llena cada aspecto de su existencia. Ha ocurrido, no es culpa de nadie.
El mundo está hecho así, la vida está hecha así. ¿Pero por qué no intentas cambiar? No, supone demasiado esfuerzo. Ahora no puedo empezar a vivir en otra ciudad, no puedo cambiar de trabajo con mi edad, no puedo dejar a mi marido por el bien de mis hijos. Sin embargo, no hace falta mucho para conseguir grandes cambios, solo hace falta tener fe.
Una amiga mía no conseguía dejar a su marido con quien ya solo mantenía un matrimonio de apariencia. Temía dejarlo solo y abandonado.
Un día encontró el valor y empezó a rezar. Pues bien, esto me hace reír cuando lo cuento, pero en un momento determinado, fue él quien la dejó porque se había enamorado de otra mujer.
Un amigo mío no era capaz de encontrar una buena compañera. Le daban miedo los bares, los chats e incluso las fiestas entre amigos. Una timidez invencible le superaba.
Un día decidió que no iría más a trabajar en coche. Se fue en tren y allí conoció a una mujer de la que se enamoró y que ahora es su esposa. Los acontecimientos más sorprendentes comienzan con un pequeñísimo cambio por nuestra parte.
Hay gente que alquila una habitación de su propia casa, como mis amigos Carlos y Manuel, quienes se conocieron así y que ahora viven felizmente casados en España con una niña adoptada.
Y otra gente que escribe un correo electrónico que debería haber escrito hace mucho tiempo y que ahora se encuentra de viaje por Estados Unidos. El caso es que tenemos poca confianza en nuestras acciones.
Actuamos con dejadez, convencidos de que no tenemos ningún efecto en el mundo que nos rodea. Y sin embargo no es así, incluso el más mínimo gesto tiene consecuencias claras, al igual que las ondas del agua, que son delicadas pero también reales. Pasa lo mismo con la belleza, que es muy silenciosa y pocas veces cansa.
Pero luego, de repente, cuando menos te lo esperas, ahí está, la dulce risa de Dios que te sorprende de nuevo.
Con motivo del Día Internacional en Memoria de las Víctimas del Holocausto, he encontrado el momento para hablar en la clase del genocidio de los judíos, en el que también había gitanos, opositores al régimen, expertos en diferentes campos, homosexuales y otras categorías sociales.
El discurso, sin aportaciones especiales por mi parte, se desvió poco a poco hacia los extranjeros, el racismo, los homosexuales y la fe cristiana. Tuve que dar mi opinión porque, en un momento determinado, los chicos me lo pidieron.
Entonces les dije explícitamente que no veía ningún problema en que dos hombres o dos mujeres se amen, se casen y adopten un hijo. Fue como una liberación.
Una alumna mía, una chica maravillosa por otra parte, se levantó en un momento determinado y dijo: «Yo soy lesbiana, ¿por qué no puedo ser también cristiana?». He aquí el «milagro», no lo es porque suceda en el corazón de una persona, sino porque contagia a los demás.
El milagro no fue solo que una joven se levantase, se armase de valor y dijera en público que era lesbiana en una escena que parecía simplemente inimaginable hace algunos años.
El milagro fue también la reacción de la clase, que tuvo la respuesta más bonita del mundo, como si su compañera acabara de decir que había nacido en Bélgica en vez de en Italia. Yo soy belga, ¿por qué no puedo ser cristiana?
La gran mayoría de la clase coincidió en que dos realidades pueden convivir tranquilamente en el espíritu de una persona. No significa que una cosa excluya a la otra.
En definitiva, se puede ser negro y cocinar comida mejicana, se puede ser mujer y conducir un camión, se puede ser hombre y cuidar niños. Y se puede ser lesbiana y ser cristiana. Así sin más.
Texto original: Cerchi nell’acqua. I miei piccoli miracoli quotidiani