Ser homosexual en la iglesia hoy: el desierto
Antonio Cosías Gila, Cristianxs LGBT+H de Sevilla (Espana), tercera parte
Durante casi tres años dejé todo atrás. Había abandonado mi comunidad de fe, mi labor de pastoral como catequista, los sacramentos y apenas me quedaba la inercia de la oración, que cada vez era más breve y superficial. Conservaba una tenue fe pero estaba cansado de esperar la voz de Dios. La parábola del hijo pródigo tiene mucho significado para mí por muchos motivos, pero fundamentalmente porque como el hijo menor, me presenté ante el Padre y le pedí mi parte de la herencia.
Cuando comencé a hacerme visible, una de las personas de mi vida con las que hablé fue uno de mis mejores amigos, con quien sigo manteniendo lazos fraternales. Por tantos años como llevaba anhelando ser capaz de sincerarme con él, y lo emocionado y nervioso que estaba, a duras penas pude contarle todo lo que debía. A medida que iba narrándole, sus ojos fueron llenándose de lágrimas y también los míos. Cuando me quedé callado, él solo dijo: «¿puedo abrazarte?». Enseguida nos unimos en el abrazo más intenso de cuantos recuerdo. Me apretaba contra él sin querer soltarme y me daba las gracias mientras no dejábamos de llorar.
Al día siguiente me llamó para invitarme a cenar. Dijo que teníamos que celebrar mi vuelta a casa. Se presentó con un regalo. Era un libro que quería que leyese y conservara. Se trataba de “El regreso del hijo pródigo”, escrito por Henri J. M. Nouwen. Estaba dedicado. Decía: “Gracias, hermano pequeño, por volver a casa y hacerme ver que también el hermano mayor tiene que regresar al Padre”.
Me dijo: «Al escucharte entendí perfectamente lo que cuenta el autor de este libro. Muchas veces soy como el hijo mayor. Perdóname si en algún momento lo he sido contigo. Lee este libro y me comprenderás».
Muchas personas LGBTI cristianas coincidimos en la experiencia dolorosa y complicada, a veces demasiado larga, de la doble vida en el armario. Experiencia que en bastantes ocasiones desemboca en una crisis de fe de la que hay quienes no vuelven. Las mujeres y hombres que de una u otra forma regresamos, ciertamente —desde un primer momento— nos sentimos muy identificados con la parábola del hijo pródigo. Muchas veces hago referencia a este relato cuando hablo de cómo recuperé la necesidad de Dios en mi vida y, sobre todo, de cómo sentí la misericordia del Padre acogiéndome sin preguntas, sin juicios, con un banquete. Pero siempre me coloco en el lugar del hijo menor, la perspectiva más lógica por otra parte.
La lectura de “El Regreso del hijo pródigo” de Henri J. M. Nouwen abrió mi corazón a otras muchas maneras de reconocerme en la parábola. Supongo que habré leído una decena de veces este libro. En cada ocasión aprendo algo nuevo. El Maestro, a través de la sincera reflexión de Nouwen, me habla actualizando el relato, poniéndolo en paralelo a mi vida. Así que, estoy seguro, también esta vez Jesús me sorprenderá al hacer oración con la breve pero potente historia del hijo que se fue de casa.
Cuenta Jesús que el hijo menor pidió al padre su parte de la herencia para después marcharse. No deja claras las razones, pero es fácil suponer que deseaba independencia, liberarse de las normas paternas y de las responsabilidades. También quería conocer mundo y disfrutar de los placeres de la vida.
Me pregunto qué motivaciones tuve yo para irme de la casa del Padre. Es verdad que nunca llegué a perder del todo la fe, es decir, la certeza de que Dios estaba -en pasado- y está -en presente- (como el hijo menor nunca olvidó a su padre), pero me cuestiono qué razones hicieron que yo dejara mi comunidad de fe, mi tarea pastoral, los sacramentos y todo.
Tengo el sentimiento de que me fui porque no era bien aceptado. En realidad estaba dentro del armario y nadie sabía que era homosexual, por lo que no tenía ninguna experiencia de rechazo directa. Pero en la casa de mi Padre, en la Iglesia, era objetivamente cierto que las personas LGBTI no éramos bien recibidas. Con Francisco sopla una leve brisa refrescante, pero a finales de los noventa y principios del actual siglo la brisa era una tormenta.
Había leído suficientes declaraciones pastorales de condena, escuchado demasiadas homilías hirientes, soportado excesivos comentarios descarnados como para entender que ser abiertamente homosexual en la Iglesia no era posible. Mi condición de agente pastoral y la tensión de tener que ser fiel a la doctrina no ayudaba demasiado sino que minaba mi sentimiento de incoherencia. Y además, el miedo a ser señalado, ser comentado, ser inventado.
En definitiva, al igual que el hijo menor yo no me fui porque me echara el Padre. Al hijo menor le apuraban las ganas de riqueza pero también de ser libre, de ver mundo, de no tener que dar cuentas a nadie. Yo me marché porque me sentía ahogado, no acogido, no querido, humillado. Me fui porque ataron sobre mis hombros cargas pesadas imposibles de soportar (Mt.23,4). Me fui porque me dolía pertenecer a una Iglesia que ponía condiciones (CIC 2357-2359). Y así, pedí la parte de mi herencia y me marché.
¿Y qué herencia me llevé? Al irme “emigré a un país lejano” en el que me ofrecieron todo aquello que jamás me atreví a buscar. El “ambiente” era ese gran paraíso prohibido donde encontré amor y lujuria, pero también el lugar donde me hice consciente de lo que era, de quien era. Conocí a otros chicos homosexuales con quienes podía hablar confiadamente y sin temor. Eso era algo nuevo para mí. Nunca antes había tratado con nadie de este tema si no fue en el ámbito de un confesionario y su consiguiente charla de condena y perdón condicionado.
Comencé a quererme, a apreciarme, a valorarme. Me hice fuerte. Entonces por sorpresa reconocí mi parte de la herencia.
Recuerdo de ese tiempo alejado una sensación de desconsuelo que nunca me abandonó. En ese pesar estaba la ausencia de Dios. En el país lejano donde ahora me desenvolvía encontré muchos valores, pero me sentía muy vacío al mismo tiempo. El hijo menor se gastó la herencia y no tenía cómo vivir. Cuando fue tratado peor que los cerdos echó de menos a su padre y decidió regresar a casa. Pero mi parte de la herencia estaba intacta.
Yo eché de menos al Padre cuando al reconocer mis propios valores descubrí la mano de Dios. Literalmente necesitaba encontrarme con el Padre, pelear con Él cara a cara y dejarme ganar. Me puse en camino de regreso. Es aquí cuando atravesé un desierto. Cuando estaba cerca, desde lejos mi Padre al verme se conmovió, comenzó a correr y se me echó al cuello cubriéndome de besos. Yo le dije: «Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo». Pero el Padre celebró un banquete por mi vuelta.
A veces olvidamos que Jesús dirigió esta parábola a los fariseos y letrados que murmuraban contra Él. Algunas interpretaciones de este texto identifican en el hijo mayor a estas personas que cumplen a rajatabla las normas, que son fieles y puntillosas con la ley y la doctrina pero insensibles ante los sufrimientos de los otros. Es verdad que muchas de las personas que regresamos tenemos experiencias de nuestros particulares hermanos mayores recriminando al Padre el exceso de alegría.
Al llegar a casa me di cuenta de que no había cambiado nada (la Iglesia era la misma, mi hermano mayor seguía desconfiando de mí, me señalaba, pedía justicia), nada había cambiado excepto yo. Mi sentimiento de ser hijo querido del Padre era tan fuerte que estaba seguro que nada ni nadie podría apartarme de su amor. Había perdido el miedo. Había ganado el valor. Pero no había terminado.
Me hice hijo mayor cuando no fui capaz de controlar el victimismo y me dominó el resentimiento. La actitud del hijo mayor es la de engrandecer los fallos del otro y reflejar sobre el prójimo el rencor acumulado. Reconozco que también fui el hermano mayor de la parábola durante un tiempo, y necesité que el Padre saliera a buscarme para convencerme de que entrara a la fiesta y dejara la furia lejos. En el texto de Lucas queda abierto el relato y cada uno imagina el final como quiere. ¿Entraría a casa el hijo mayor a celebrar la vuelta de su hermano? En mi caso, el tiempo hizo posible apartar el dolor y perdonar. Me di cuenta que no hay lugar al resentimiento cuando se ha luchado tanto por conservar la fe y recuperar la cercanía del Padre. Setenta veces siete si hace falta, o incluso más.
Mi amigo es un gran creyente pero era muy homófobo. Mi historia le conmovió y se vio interpelado. De pronto era el hijo mayor que señala con el dedo y a quien el Padre anima a entrar en la casa para celebrar el regreso del hermano menor, de quien además se acababa de enterar que es homosexual. Mi amigo lo tuvo claro: entró a la fiesta. Y comprendí el sentido de su regalo.
El Padre me dijo: «celebremos un banquete, porque este hijo mío estaba muerto y ha revivido; estaba perdido y lo hemos encontrado».
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