Ser homosexual en la iglesia hoy. Habitar el armario: el dolor
Antonio Cosías Gila, Cristianxs LGBT+H de Sevilla (Espana), segunda parte
Durante la adolescencia tenía fama de introvertido. Pese a ser sociable, divertido, simpático, ocurrente y un poco payaso, jamás hablaba de mí, nunca contaba lo que sentía, nadie me conocía de verdad. Me acostumbré a resolver mis propios conflictos yo solo y me resigné a vivir ocultando una parte importante de mí mismo. Quizá por eso cuando ahora cuento mi historia, más aún recuperándola a la luz de la oración, es como si me liberarse de una pesada carga, como si desgarrase mi propia vida y Dios pusiera nombre a cada instante.
Dios y yo siempre hemos tenido una relación complicada. Según percibía cómo se comportaba la gente con las personas LGBT (incluso gente cercana), no me atreví a confesar nada. Y por lo que me iban revelado mis educadores, resultaba ser un pecador con muy pocas posibilidades de ganar el perdón de Dios. Dejé de incluir cualquier dato relativo a mi afectividad o sexualidad en las confesiones, tras una experiencia desagradable con un sacerdote que terminó llamándome enfermo e invitándome a visitar a un psiquiatra.
Aún así continuaba siendo un chico más espiritual que religioso, deseoso de que realmente Dios se pareciera más al padre del hijo pródigo que a ese juez que me presentaban y que me acusaba de desviado y pecador. Ese combate me acompañó siempre en toda mi vida, triste y agobiante en la adolescencia, colérico y rabioso a medida que iba haciéndome adulto. Así que cuanto más claro tenía que yo no era culpable de ser así ni estaba contagiado de mal alguno, cuanto más evidente me parecía eso, más me alejaba de Dios. Más pecaba contra Dios.
Por mucho que copiara los comportamientos de mis amigos con las chicas fue solo eso: una imitación por supervivencia. A los quince mi mayor problema era que me sentía homosexual y no solo no era capaz de comunicarlo, sino que tenía que resolver un serio conflicto entre fe y vida. A los dieciséis años la presión era tan grande que pensé que lo mejor sería terminar con todo. No me fue difícil conseguir unas pastillas y me dormí.
Cerré los ojos con ganas de no despertar. No pasó de un susto inmenso para mi madre, y un disgusto para mi padre, pero se las arreglaron para que nadie supiera la verdad y todo pareciera una intoxicación. Un día de hospital, lavado de estómago y varias sesiones de psicólogo ante el que tampoco fui capaz de contar la verdad y que terminó diagnosticando una crisis de adolescencia agravada por mi introspección. Pero nada trascendió. Se sumó a la lista de secretos de mi vida, este compartido con mis padres. Muchos años después supe que mi madre encontró una nota que dejé sobre la mesa aquella tarde, de la que ni me acordaba, y sobre la que nunca me hizo mención.
Aquello no sirvió para ayudarme a dar el paso de sincerarme, pero despertó en mí la necesidad de auto-aceptarme definitivamente. Al mismo tiempo ratificó la decisión de seguir escondido, a salvo de cualquier daño. El armario se hizo sofisticado, y mi doble vida algo habitual.
Pocos días después de cumplir dieciocho años conocí a un chico de mi misma edad, con poco más o menos iguales dudas y los mismos miedos que yo. También estaba dentro del armario. También estaba aterrado ante la posibilidad de que sus padres, sus familia o sus amigos se enterasen. También estaba debatiendo entre dejar de creer o creer confiadamente.
Mi amigo provenía de una educación religiosa muy tradicional. Y ahora que estaba siendo capaz de enfrentarse a la realidad de quién era, aceptándose y aprendiendo a respetarse, se encontraba con la paradoja de un Dios que le exigía su propio sacrificio. En cierta forma ese sentimiento contradictorio lo experimentaba yo igualmente, aunque no de forma tan áspera. De cualquier modo ya era suficientemente doloroso mantener toda esa parte de la vida a escondidas como para además pelear con las dudas de fe que, a esa edad, se convertían en silenciosas batallas encarnizadas. Y en mitad de esa guerra, como en las anteriores y en las posteriores, estábamos mi amigo y yo como tantos homosexuales cristianos, mendigando razones para seguir creyendo. Fuimos juntos a misa y se leyó el evangelio de Marcos 12
“En aquel tiempo, uno de los letrados se acercó a Jesús y le preguntó: ¿Cuál es el primero de todos los mandamientos? Jesús le contestó: El primero es: Escucha, Israel: El Señor, nuestro Dios, es el único Señor, y amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente y con todas tus fuerzas. El segundo es: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. No existe otro mandamiento mayor que éstos.”
El texto de Marcos habla del amor a Dios. Para un homosexual amar a Dios no es fácil hasta que no se asume que Dios es el primero en tomar la iniciativa. Y esa certeza a mí me costó mucho tiempo interiorizarla. Me parece que creer con convicción que Dios me ama apasionadamente fue mi primer acto de fe consciente. Desde ese momento fui capaz de enamorarme de Dios. Antes de eso era imposible. Antes de eso arrojaba sobre él todos los prejuicios que educación y religión se habían ocupado de meter en mi cabeza y en mi corazón. No podía aceptar a un Dios que me había creado imperfecto, pecador, sucio y, consecuentemente, infeliz. Y eso mismo bloqueaba cualquier posibilidad de autoaceptarme, porque no era capaz de valorarme como persona.
Jesús también dice en el evangelio de Marcos «amarás a tu prójimo como a ti mismo», pero si mi amigo, yo mismo o cualquier persona LGBT, éramos parte del prójimo abstracto, había algo que no funcionaba. Éramos testigos de cómo personas ejemplarmente creyentes, significativamente amorosas con Dios, incluso piadosas, eran incapaces de aceptar cerca de ellas a prójimos diferentes, en razón de su identidad sexual o de género, o incluso su color de piel. Esa contradicción hacía muy complicado sentirnos parte de una comedia de enredos donde nada es lo que parece y, a la vez, nos impedía poder salir del armario, en el que ciertamente aún estuvimos mucho tiempo más.
Amar a Dios y amar al prójimo es lo mismo. Amar a Dios sin amar al prójimo como a uno mismo no es posible. Tanto mi amigo como yo peleamos en estas dudas a lo largo de los años. Puede que eso forjase tanto nuestra amistad, compartiendo dobles vidas, armarios y recelos. Siendo más mayores comentábamos a veces que ni siquiera quien más nos conociera podría sospechar cuánta amistad había bajo lo que nadie veía. «Como un iceberg -decía él- así es lo nuestro, casi todo invisible menos para Dios que nos observa».
Mi amigo murió de sida en 1990. Esos años, desde hacía varios, fallecían muchos mientras otros se alejaban escandalosamente del amor al prójimo proclamando que el VIH era un castigo de Dios contra los homosexuales. Él murió sin sus padres, que tampoco le aceptaron como a un prójimo al que amar como a ellos mismos. «Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente, con todo tu ser, y amarás a tu prójimo como a ti mismo». Pero no hubo corazón, ni alma, ni mente, ni prójimo al que amar, ni estaba Dios.
Es inevitable llorar recordándole, ahora que esta oración a la luz del Evangelio me ha removido tanto. Sé que Dios habla dando sentido a cada minuto de mi vida. Sé que tanto dolor hacinado solo puede convertirse en esperanza. Sé que no hay Dios sin prójimo, no hay hermanas ni hermanos sin Dios. No hay mal por mal. Hay amor. Con todo mi corazón, con toda mi alma, con toda mi mente, con todo mi ser, amar a Dios, y al prójimo como a mí mismo.
En el armario no te puedes expresar con libertad. Uno de los significados de la palabra libertad es confianza y franqueza. En el armario no puedes hablar confiadamente. En el armario no puedes significarte con franqueza. Porque siempre temes que alguien pueda hacerte daño, hacerte hueco, hacerte polvo. Hacerte un cero a la izquierda.
En el armario era incapaz de manifestarme con libertad. Con la libertad más básica, que es la que me hubiera permitido contar quién era y qué era, qué sentía, qué amaba, qué esperaba, qué soñaba. Esa libertad que a un lado y otro de mi familia, de mi pupitre, de mis amigos, de mi entorno del día a día desde que fui consciente de mi homosexualidad, veía cómo disfrutaban las demás personas mientras yo era incapaz de mover los labios y contar, decir, relatar, narrar y gritar hasta que mi garganta enrojeciera y mi voz se quebrara.
No hace mucho alguien especulaba sobre el carácter reflexivo y a veces introvertido de muchas personas LGBT. Y probablemente sea esta la razón. Especialmente en las personas creyentes como era mi caso. Para mí no sólo los obstáculos sociales eran terribles, sino que además a ello se añadían la culpabilidad religiosa, el sentimiento de pecado y la amenaza de condenación. El catecismo aún afirma que las personas LGBT mantenemos un comportamiento intrínsecamente desordenado. Entonces busqué en el diccionario qué es algo intrínseco, y se trata de lo que es interno, propio, característico, esencial, connatural, peculiar, privativo, íntimo, exclusivo, básico.
Así que… me hacían pensar que ser homosexual era algo (todo lo anterior) desordenado, y por eso tenía miedo a hablar y también por ello guardé silencio.
Sé que si hubiera estado alerta ante los signos que Dios iba poniendo en mi vida, si le hubiera escuchado en vez de seguir lamentándome detrás de la puerta del armario, habría podido hablar antes.
Los armarios los construyen los miedos: miedo a la crueldad y la impiedad de los hombres y también al Dios del Antiguo Testamento. Miedo a seres de carne y hueso que podrían hacer la vida imposible a quienes no se ajustan a los estereotipos marcados. Miedo al Dios que subscribe que el comportamiento de las personas LGBT es naturalmente desordenado. El miedo a su vez engendra mudos que perpetúan vidas escondidas donde tendrán que ocultar sus verdades, desde donde no serán capaces de gritar quiénes son hasta que el Salvador los acaricie y les grite “¡effetá!, ¡ábrete!”
Buena parte del final de mi-vida-dentro-del-armario fui catequista. Y en esta etapa no me sentí nunca realmente feliz en el pleno sentido de la palabra. Ciertamente mi experiencia fue por un lado gratificante -pues aprendí mucho y recibí aún más-, por otro respetable y respetuosa -nunca me aparté de lo doctrinal, muy a mi pesar- y finalmente, me llevó a enfrentarme a la verdad y a decidir ponerme ante Dios con las cartas boca arriba, por lo que de alguna forma también tuvo un lado instrumental, fue el martillo que golpeó el clavo y me hizo sentir el dolor y notar la sangre, o la mecha que prendió el explosivo; una herramienta que se hizo a fragua lentamente hasta poder ser eficaz. Un decirme “¿qué hago yo aquí?” para después buscar la salida.
Mi periodo de catequista de jóvenes no me ayudó a ver en los Evangelios un mensaje acogedor; solo observaba en la Palabra amenazas del tipo “si no dejas de ser así…” Y evidentemente yo no podía dejar de ser como era. De ahí mi tristeza, mi infelicidad en ese tiempo de animador pastoral, por mucho que disimulase todo tipo de sentimientos utilizando las caretas que con eficacia había aprendido a usar desde pequeño, para aparentar la “normalidad” de un chico heterosexual.
Lo que anunciaba a esas chicas, a esos chicos no era la alegría del Evangelio. Y aquí quiero perdón por no haber sido fuerte a tiempo, en especial por no haber sido tan valiente como para ofrecer una palabra de esperanza a las chicas y chicos LGBT que pasaron junto a mí mientras miraba a otro lado para no ponerme en evidencia.
Dentro del armario me causaba mucha tristeza ser consciente de que estaba mintiendo a todo el mundo. Nadie sabía absolutamente nada de mí, y vivía según los comportamientos sociales de cualquier heterosexual. Incluso llegué a tener dos novias, la última una chica maravillosa cuando tenía 25.
Con ninguna de ellas fui sincero, como con el resto de personas que se relacionaban conmigo en cualquier ámbito. Tenía plenamente asumida mi identidad sexual y afectiva —otra cosa es que además estuviera asustado—, así como intuía que no podía hacer nada por cambiar eso, de la misma manera que mis ojos seguirían siendo azules incluso aunque los hubiese escondido bajo unas lentillas negras. Aun así continuaba aparentando lo que no era.
Fui catequista muchos años y bastantes de ellos asumiendo responsabilidades en la Pastoral Juvenil.
Un año antes de salir del armario, estaba en una de las reuniones con los jóvenes siendo catequista. Justo había utilizado un texto de Lucas del bautismo para ilustrar la charla y orientar la dinámica, para que así entendieran lo que significaba el sacramento.
“-Yo os bautizo con agua; pero viene el que puede más que yo, y no merezco desatarle la correa de sus sandalias. El os bautizará con Espíritu Santo y fuego. En un bautismo general, Jesús también se bautizó. Y, mientras oraba, se abrió el cielo, bajó el Espíritu Santo sobre él en forma de paloma, y vino una voz del cielo: «Tú eres mi Hijo, el amado, en quien me complazco.»”
Les hablé de nacer de nuevo, dejando atrás en el agua todo lo que nos mancha, permitiendo que el fuego del Espíritu reescribiese nuestras vidas. Mientras explicaba todo eso a las chicas y chicos que me escuchaban, sentía un vacío inmenso porque no vivía -ni siquiera creía- nada de lo que les contaba. De repente era plenamente consciente de que todo lo que estaba ofreciéndoles como persona era un fraude. Hacía mucho tiempo que ni el agua bastaba para purificarme, ni mucho menos sentía el calor del Espíritu entibiar mi doble vida. Cuando terminó la reunión busqué al Responsable de mi Equipo de catequistas y le dije que no volvería más.
Por lo que he podido compartir con otras personas LGBT creyentes, es bastante común esta sensación de parecer una estafa -en especial entre los que desempeñamos en momentos alguna tarea pastoral. No en vano, en nuestro secreto interior mantuvimos una encarnizada lucha entre quien se supone que deberíamos ser -y así lo interpretábamos en nuestra trágica-cómica vida- y lo que realmente éramos -¿a quién pretendíamos engañar?- porque era inevitable autoaceptar nuestra identidad sexual o por el contrario arrancarla de cuajo y resignarnos a ser lo que la sociedad de bien y la religión esperaban de nosotros, enterrando nuestro yo real para perpetuar una vida de mentira.
Recuerdo los días en que me alejé del Jordán y las corrientes de Enón. Ese momento supuso un tiempo de dolor y soledad, de ruptura y desierto, pero también un punto más en el que tomé decisiones y desde el que me puse en búsqueda hasta colocarme a tiro de Dios mismo.
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