Una “bendición” que nos ha cambiado la vida
Mara y Agostino[1], testimonio publicada en el libro Padres afortunados. Vivir como creyentes la homosexualidad de los hijos, Asociación “La Tenda di Gionata” (Italia), 2019, traducido por Vincenzo Guardino, revisión de Margarita Benedicto (Crismhom cristianas y cristianos de Madrid Lgtbi+H, Espana), páginas 3-6
Ahora, diez años después, podemos afirmar que ha sido una “bendición”, pero al principio, y durante mucho tiempo, quizá demasiado, la realidad ha sido muy dura y devastadora, especialmente para la madre. Hemos crecido en una parroquia de pueblo en la que el párroco ha dedicado su vida al cuidado de los jóvenes y de las familias, proponiendo altas metas de vida cristiana, especialmente un estilo de pureza y castidad, por medio de la oración, la confesión, la dirección espiritual y la participación cotidiana en la Eucaristía, además de intensos y frecuentes momentos de formación.
Su carisma se ha concretado particularmente en la creación de comunidades de parejas amigas que se ayudasen en este camino y, con el paso del tiempo, estas pequeñas comunidades han dado vida a un movimiento de familias. Nosotros nos adherimos con entusiasmo a todo esto y junto a nuestros amigos, hemos vivido intensamente el noviazgo, el matrimonio y el nacimiento de nuestros cuatro hijos.
Para sostener a los padres en la educación cristiana de sus hijos, estaba y está todavía, casi treinta años después de la muerte de su fundador, una comunidad educativa en la que grupos de la misma edad, en los equipos deportivos y en la escuela, intentan ayudar a los jóvenes a realizar sus proyectos de vida: formar a su vez familias “santas” o también abrirse a vocaciones de especial consagración.
Nos considerábamos muy afortunados y pensábamos que no existía un ambiente mejor. En este contexto, el descubrir que teníamos un hijo homosexual ha sido más explosivo que una bomba. Nos hemos dado cuenta así, en nuestro propio pellejo, de que en aquel ambiente no había lugar para quien, por cualquier motivo era y es diferente. La homosexualidad, desde luego, no era ni siquiera concebible: era un problema que no nos afectaba, nunca había sido argumento de reflexión, como si los gay, entre nosotros, no existieran y por lo tanto era lógico juzgar en cada caso sus comportamientos como depravados y contra natura.
Ahora nos preguntamos: ”¿es justo?”.¿Es justo que la realidad parroquial o los movimientos eclesiales que quieren seguir a Cristo en una “vida de perfección” excluyan a quien no entra dentro de los cánones considerados “normales”?¿Cristo no ha muerto para todos?
Nuestro hijo, cuando se ha dirigido a algunos sacerdotes adscritos a nuestro movimiento para encontrar ayuda sobre una condición que no podía negarse más a sí mismo, se ha sentido juzgado, investigado, en una palabra “equivocado”. Y esto ha contribuido seguramente a alejarlo, primero de nuestro ambiente, luego de la Iglesia y por último, lamentablemente, de la fe.
También nosotros, los padres, nos hemos dirigido a los mismos sacerdotes y si, como era lógico, nos decían que teníamos que seguir queriéndolos, salíamos de aquellos coloquios con la sensación de que nos había tocado la desgracia más grande que Dios podía mandar y el sufrimiento era verdaderamente grande. Habríamos podido aceptarlo todo, ¡pero no que nuestro hijo fuera gay! Tan solo un amigo nuestro diácono y su esposa, afortunadamente, nos han hecho reflexionar sobre lo absurdo de estas ideas y nos han hecho entender aquello que, en el fondo, siempre habíamos sentido: que lo más importante de todo era el amor que teníamos que dar a nuestro hijo.
Mientras el tiempo pasaba, nuestro corazón se sosegaba, a pesar de que hemos tenido que aceptar su traslado a la ciudad, porque la realidad del pueblo era muy asfixiante y porque no podía aguantar más el sufrimiento, que, en cualquier caso y sin quererlo, veía dibujado en el rostro de su madre.
Al mismo tiempo, había emprendido un camino psicoterapéutico que lo había ayudado no tanto a “sanarse” (como en un primer momento había esperado su madre), cuanto a aceptar su condición homosexual. Hemos vivido de esta manera durante unos diez años: en familia la relación era más serena (y como matrimonio nos hemos unido todavía más), mientras en la parroquia y con las familias de las comunidades, había caído una “cortina de silencio”, porque todos sabían, pero ninguno, ni tampoco los sacerdotes, nos preguntaban, aunque solo fuera para hacernos sentir su cercanía. Instintivamente nos rebelábamos contra la idea de un Dios que no es padre de todos sus hijos y rechazábamos una Iglesia que niega la salvación a quien quiere ser solamente uno mismo, negándole la posibilidad de amar concretamente a otra persona.
Buscábamos sin embargo con tenacidad, continuar nuestra vida de fe, aunque esa nueva manera de sentirnos cristianos nos ha alejado progresivamente del movimiento de familias al que pertenecíamos. Nos sentimos todavía unidos a amigos con los que hemos compartido cuarenta años de vida y no nos permitimos juzgar su silencio, porque nos damos cuenta de que nosotros al principio nunca hablábamos de nuestro hijo y de que, pensándolo bien, si no hubiéramos tenido que lidiar con su homosexualidad, seríamos todavía, entre los cristianos, los más fundamentalistas.
Nuestra vida empezó a cambiar radicalmente en el mes de mayo de 2017, cuando participamos en la vigilia de oración contra la homofobia organizada en la parroquia Regina Pacis de Regio Emilia. En aquella ocasión descubrimos que en esa parroquia estaba presente un grupo de cristianos LGTB, al que pertenecen también algunos padres. Luego, afortunadamente (aunque nosotros estamos convencidos de que la providencia se sirve también de estas cosas), hemos descubierto la existencia en Parma del grupo Davide, que está destinado especialmente a los padres católicos con hijos homosexuales.
Al conocer y compartir con los otros padres y con los miembros de los grupos cristianos LGTB, hemos comenzado progresivamente a entender que la homosexualidad de nuestro hijo no era una desgracia que nos había ocurrido, sino que se trataba de un don. Y así hemos descubierto que entre las víctimas de la homofobia, están también los padres cuando no consiguen amar y acoger a los hijos homosexuales en su diversidad, porque todos los hijos son diferentes: cada uno es único e irrepetible y tiene que ser respetado en su verdad. Los padres son víctimas de la homofobia cuando se sienten juzgados o compadecidos por quienes están a su alrededor, cuando se sienten culpables y se avergüenzan del hijo que tiene una orientación sexual diferente.
La bendición que hemos mencionado en el título de nuestra intervención consiste precisamente en esto: tener un hijo gay nos ha obligado a cambiar nuestra mentalidad y nuestro modo de vivir la fe. Nuestra vida cristiana era perfecta: habíamos respetado todas las etapas y todos los programas; pensábamos tener todas las respuestas y la vida nos ha cambiado las preguntas. Porque la vida no es un callejón cerrado: está llena de sorpresas y de novedad que irrumpen de improviso y que nos piden abrirnos a lo que nos viene al encuentro. La única respuesta era y es el amor. El amor es más grande que nuestras miserias, que nuestro pasado, que nuestros errores, que nuestros juicios, que nuestros miedos, que la certeza de haber fracasado.
“Dios es más grande que nuestro corazón” (1Jn 3,20) y en lugar de buscar culpables o de alimentar los sentimientos de culpa, nuestro corazón tenía que descubrirlo con gratitud, no dejando a la duda ni al miedo la tarea de dibujar el rostro de Dios. “Quien ama ha nacido de Dios y lo conoce” (1Jn 4,7); esto quiere decir que conoces si amas, no al contrario; si sin embargo, conoces todas las reglas, todos los preceptos y no amas, no conoces a Dios.
Ahora, con los otros padres que saben bien lo que ha sido nuestro sufrimiento, compartimos la voluntad de gastar la vida para que nadie sea excluido de la sociedad y de la Iglesia por su orientación sexual. Nos sentimos la parte justa, no contra nadie, sino con Jesús en el que “No hay judío ni griego; no hay esclavo ni libre; no hay hombre ni mujer; ni puro o impuro” (Gal 3, 28)
Es un camino nuevo en el que, por cierto, no tenemos las certezas de antes, sino que pensamos que el gozo que estamos viviendo es un síntoma del hecho de que estamos caminando bien y de que estamos en el camino correcto. Si amas, produces fruto, probablemente no pronto, pero el fruto, aunque tarde, llegará. Recordando que del Reino nadie puede ser excluido si vive en la verdad, querríamos concluir esta contribución con un texto extraído de un himno de Bose
Señor que trazas el camino y abres las puertas del Reino, renueva nuestra esperanza para que cada vida tenga sentido. Amén
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[1] Mara y Agostino son padres de un hijo gay y pertenecen al grupo de cristianos LGTB y sus familias de la parroquia Regina Pacis de Regio Emilia (ITalia) y del grupo Davide para padres católicos con hijos homosexuales de Parma (Italia). Esta testimonio ha sido leído en la vigilia para superar la homofobia celebrada en Parma el 17 de mayo de 2018
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